viernes, 31 de mayo de 2013

Cuento "El extraño" de H.P.Lovecraft

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 "El extraño" de H.P.Lovecraft



H.P. Lovecraft fue uno de los autores más importantes en el género de terror a principios del siglo XX, pero su obra no fue reconocida hasta muchos años después. Pese a todo, Lovecraft siempre mantuvo un círculo de autores a su alrededor que se ocupó de transmitir su legado. Hoy en día es conocido como un escritor de culto que sigue asombrando a los lectores.

         
Howard Phillips Lovecraft

Howard Phillips Lovecraft en 1915.
Nacimiento
Defunción
(46 años)
Providence (Rhode Island)
SeudónimoLewis Theobold, Humphrey Littlewit, Ward Phillips, Edward Softly
OcupaciónCuentistaeditornovelista,poeta
NacionalidadEstadounidense
Período1917-1937
Género

narrativa sobrenatural,narrativa gótica
Movimientos
narrativa sobrenatural
Obras notables
CónyugeSonia Greene (1924-1926)
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Página web oficial




Howard Phillips Lovecraft (Providence, Estados Unidos, 20 de agosto de 1890 – muere el 15 de marzo de 1937) fue un escritor estadounidense, autor de novelas y relatos de terror y ciencia ficción. Se le considera un gran innovador del cuento de terror, al que aportó una mitología propia (los mitos de Cthulhu), desarrollada en colaboración con otros autores y aún vigente. Su obra constituye un clásico del terror cósmico materialista, una corriente que se aparta de la temática tradicional del terror sobrenatural (satanismo, fantasmas), incorporando elementos de ciencia ficción (razas alienígenas, viajes en el tiempo, existencia de otras dimensiones). Lovecraft cultivó asimismo la poesía, el ensayo y la literatura epistolar.


Cuando Lovecraft tenía tres años, su padre sufrió una crisis nerviosa en la habitación de un hotel de Chicago, donde se encontraba alojado por motivos de trabajo, y le ingresaron en el Butler Hospital, Centro Psiquiátrico de Providence y fue incapacitado legalmente debido a una serie de trastornos de índole neurológica. Su padre murió el 19 de julio de 1898.



Con la muerte del padre de Lovecraft, la educación del niño recayó sobre su madre, sus dos tías y en especial en su abuelo materno, un importante empresario llamado Whipple Van Buren Phillips. Todos residían en la casa familiar.


Lovecraft fue un niño prodigio: recitaba poesía a los dos años, leía a los tres y empezó a escribir a los seis o siete años de edad. Uno de los géneros que más le apasionó en su infancia fue el de las novelas policíacas, llevándolo incluso a formar la "Agencia de detectives de Providence" a la edad de 13 años. A los quince creó su primera obra, La bestia en la cueva, imitación de los cuentos de horror góticos. A los 16 escribía una columna de astronomía para el "Providence Tribune".

Su abuelo materno lo alentaba a la lectura, y siendo ésta una de sus aficiones favoritas, no tardó en descubrir la inmensa biblioteca de su abuelo.



En sus últimos años, su naturaleza enfermiza y la desnutrición fueron minando su salud. Su anormal sensibilidad a cualquier temperatura inferior a los 20º se agudizó hasta el punto de que se sentía realmente enfermo a tales temperaturas. Durante el último año de su vida, sus cartas estaban llenas de alusiones a sus malestares y dolencias. A finales de febrero de 1937, cuando contaba con cuarenta y seis años, ingresó en el hospital Jane Brown Memorial, de Providence. Allí murió a primeras horas de la mañana del 15 de marzo de 1937, de cáncer intestinal. 



                                   

«Yo soy Providence».Fue enterrado tres días después en el panteón de su abuelo Phillips en el cementerio de Swan Point; aunque su nombre está inscrito en la columna central, ninguna lápida señala su tumba. Muchos años después de su muerte, en la lápida que le erigió un grupo de aficionados puede leerse una línea tomada de una de sus miles de cartas que escribía a sus corresponsales: «Yo soy Providence». Ocasionalmente, en la lápida escriben otra frase, citada de La llamada de Cthulhu:





«That is not dead which can eternal lie, And with strange aeons even death may die.» «No está muerto lo que puede yacer eternamente, y con el paso de extraños eones incluso la muerte puede morir.»

P. Lovecraft escribió una gran cantidad de cuentos, poesías y cartas, además de un par de obras mayores. Sin embargo, lo que lo ha hecho más famoso y leído, desde la época en que publicó (décadas de 1920 y 1930) hasta hoy, es un pequeño fragmento de su obra, conocido como los Mitos de Kthulhu.


Los Mitos de Kthulhu son 13 cuentos, aunque un par de ellos son lo suficientemente largos como para poder llamarlos novelas (entre paréntesis va la fecha de publicación y la revista o editorial):


La ciudad sin nombre (noviembre 1921, The Wolverine Nº 11)
El festival (enero 1925, Weird Tales 5, Nº 1)
El color que cayó del cielo (septiembre 1927, Amazing Stories vol 2, Nº 6)
La llamada de Kthulhu (febrero 1928, Weird Tales 11, Nº 2)
El horror de Dunwich (abril 1929, Weird Tales 13, Nº 4)
El que susurraba en las tinieblas (agosto 1931, Weird Tales 18, Nº 1)
Sueños en la casa de la bruja (julio 1933, Weird Tales 22, Nº 1)
En las montañas de la locura (febrero-abril 1936, Astounding Stories 16, Nº 6; y 17, Nº 2)
En la noche de los tiempos (junio 1936, Astounding Stories 17, Nº 4)
El que acecha en las tinieblas (diciembre 1936, Weird Tales 28, Nº 5)
La sombra sobre Insmouth (1936, Visionary Publishing Co.)
El ser en el umbral (enero 1937, Weird Tales 29, Nº 1)
El caso de Charles Dexter Ward (mayo-julio 1941, Weird Tales 35, Nos 9 y 10)



Todos ellos tratan de una serie de monstruos y razas que habrían habitado la tierra en tiempos inmemoriales, pero que (según propias palabras de HP) habrían sido expulsados a los confines del cosmos, o enterrados en oscuras regiones terrestres y extraterrestres. Los Mitos cuentan como diversos personajes contemporáneos al autor van acercándose al conocimiento de esa antigua historia: tanto por sus experiencias paranormales, como por el descubrimiento de conexiones de esas experiencias con antiquísimos cultos mágicos. Aquí es donde aparecen añosos libros que se redescubren en apolillados anaqueles de bibliotecas en distantes lugares del mundo: El Necronomicón, escrito por el árabe loco Abdul Alhazred hacia 1300, es el más conocido, incluso por aquellos que no conocen directamente la obra de Lovecraft. Pero hay otros como los Manuscritos Pnakóticos o el Unaussprechlichen Kulten.

Los personajes humanos de la obra a menudo son investigadores o científicos que viven en una región de Norteamérica que es evidentemente Nueva Inglaterra (noreste de EE.UU.), aunque con otros nombres: Arkham, Miskatonic, Dunwich, Insmouth. Eso no quita que los lugares que se citen allí pasen desde el Desierto de Hielo (quizá el Gobi), R’Lyeh (al frente de Chile en la undécima región) o la Meseta de Leng; hasta comarcas tan lejanas como Aldebarán o las Hyades. Cada cuento lleva entonces al lector por un viaje hacia una Tierra anterior de esta que conocemos, amén de otras galaxias.

La idea entonces es que antes, pero mucho antes que hoy, unos seres conocidos como los Primordiales o los Antiguos, habitaron regiones ignotas de nuestro planeta y del cosmos. Y esos seres están esperando para volver al lugar que les pertenece. Kthulhu, Tsathogua, Nyarlathotep, Azatoth y otros por el estilo aguardan a que la ciencia humana, tanto la académica como la oculta, les liberen de sus prisiones: entonces habrá muerto la muerte misma.



EL EXTRANO (H.P. LOVECRAFT) por ALBERTO LAISECA 







El extraño[Cuento. Texto completo.]H.P. Lovecraft
Infeliz es aquel a quien sus recuerdos infantiles sólo traen miedo y tristeza. Desgraciado aquel que vuelve la mirada hacia horas solitarias en bastos y lúgubres recintos de cortinados marrones y alucinantes hileras de antiguos volúmenes, o hacia pavorosas vigilias a la sombra de árboles descomunales y grotescos, cargados de enredaderas, que agitan silenciosamente en las alturas sus ramas retorcidas. Tal es lo que los dioses me destinaron... a mí, el aturdido, el frustrado, el estéril, el arruinado; sin embargo, me siento extrañamente satisfecho y me aferro con desesperación a esos recuerdos marchitos cada vez que mi mente amenaza con ir más allá, hacia el otro.No sé dónde nací, salvo que el castillo era infinitamente horrible, lleno de pasadizos oscuros y con altos cielos rasos donde la mirada sólo hallaba telarañas y sombras. Las piedras de los agrietados corredores estaban siempre odiosamente húmedas y por doquier se percibía un olor maldito, como de pilas de cadáveres de generaciones muertas. Jamás había luz, por lo que solía encender velas y quedarme mirándolas fijamente en busca de alivio; tampoco afuera brillaba el sol, ya que esas terribles arboledas se elevaban por encima de la torre más alta. Una sola, una torre negra, sobrepasaba el ramaje y salía al cielo abierto y desconocido, pero estaba casi en ruinas y sólo se podía ascender a ella por un escarpado muro poco menos que imposible de escalar.
Debo haber vivido años en ese lugar, pero no puedo medir el tiempo. Seres vivos debieron haber atendido a mis necesidades; sin embargo, no puedo rememorar a persona alguna excepto yo mismo, ni ninguna cosa viviente salvo ratas, murciélagos y arañas, silenciosos todos. Supongo que, quienquiera que me haya cuidado, debió haber sido asombrosamente viejo, puesto que mi primera representación mental de una persona viva fue la de algo semejante a mí, pero retorcido, marchito y deteriorado como el castillo. Para mí no tenían nada de grotescos los huesos y los esqueletos esparcidos por las criptas de piedra cavadas en las profundidades de los cimientos. En mi fantasía asociaba estas cosas con los hechos cotidianos y los hallaba más reales que las figuras en colores de seres vivos que veía en muchos libros mohosos. En esos libros aprendí todo lo que sé. Maestro alguno me urgió o me guió, y no recuerdo haber escuchado en todos esos años voces humanas..., ni siquiera la mía; ya que, si bien había leído acerca de la palabra hablada nunca se me ocurrió hablar en voz alta. Mi aspecto era asimismo una cuestión ajena a mi mente, ya que no había espejos en el castillo y me limitaba, por instinto, a verme como un semejante de las figuras juveniles que veía dibujadas o pintadas en los libros. Tenía conciencia de la juventud a causa de lo poco que recordaba.
Afuera, tendido en el pútrido foso, bajo los árboles tenebrosos y mudos, solía pasarme horas enteras soñando lo que había leído en los libros; añoraba verme entre gentes alegres, en el mundo soleado allende de la floresta interminable. Una vez traté de escapar del bosque, pero a medida que me alejaba del castillo las sombras se hacían más densas y el aire más impregnado de crecientes temores, de modo que eché a correr frenéticamente por el camino andado, no fuera a extraviarme en un laberinto de lúgubre silencio.
Y así, a través de crepúsculos sin fin, soñaba y esperaba, aún cuando no supiera qué. Hasta que en mi negra soledad, el deseo de luz se hizo tan frenético que ya no pude permanecer inactivo y mis manos suplicantes se elevaron hacia esa única torre en ruinas que por encima de la arboleda se hundía en el cielo exterior e ignoto. Y por fin resolví escalar la torre, aunque me cayera; ya que mejor era vislumbrar un instante el cielo y perecer, que vivir sin haber contemplado jamás el día.
A la húmeda luz crepuscular subí los vetustos peldaños de piedra hasta llegar al nivel donde se interrumpían, y de allí en adelante, trepando por pequeñas entrantes donde apenas cabía un pie, seguí mi peligrosa ascensión. Horrendo y pavoroso era aquel cilindro rocoso, inerte y sin peldaños; negro, ruinoso y solitario, siniestro con su mudo aleteo de espantados murciélagos. Pero más horrenda aún era la lentitud de mi avance, ya que por más que trepase, las tinieblas que me envolvían no se disipaban y un frío nuevo, como de moho venerable y embrujado, me invadió. Tiritando de frío me preguntaba por qué no llegaba a la claridad, y, de haberme atrevido, habría mirado hacia abajo. Se me antojó que la noche había caído de pronto sobre mí y en vano tanteé con la mano libre en busca del antepecho de alguna ventana por la cual espiar hacia afuera y arriba y calcular a qué altura me encontraba.
De pronto, al cabo de una interminable y espantosa ascensión a ciegas por aquel precipicio cóncavo y desesperado, sentí que la cabeza tocaba algo sólido; supe entonces que debía haber ganado la terraza o, cuando menos, alguna clase de piso. Alcé la mano libre y, en la oscuridad, palpé un obstáculo, descubriendo que era de piedra e inamovible. Luego vino un mortal rodeo a la torre, aferrándome de cualquier soporte que su viscosa pared pudiera ofrecer; hasta que finalmente mi mano, tanteando siempre, halló un punto donde la valla cedía y reanudé la marcha hacia arriba, empujando la losa o puerta con la cabeza, ya que utilizaba ambas manos en mi cauteloso avance. Arriba no apareció luz alguna y, a medida que mis manos iban más y más alto, supe que por el momento mi ascensión había terminado, ya que la puerta daba a una abertura que conducía a una superficie plana de piedra, de mayor circunferencia que la torre inferior, sin duda el piso de alguna elevada y espaciosa cámara de observación. Me deslicé sigilosamente por el recinto tratando que la pesada losa no volviera a su lugar, pero fracasé en mi intento. Mientras yacía exhausto sobre el piso de piedra, oí el alucinante eco de su caída, pero con todo tuve la esperanza de volver a levantarla cuando fuese necesario.
Creyéndome ya a una altura prodigiosa, muy por encima de las odiadas ramas del bosque, me incorporé fatigosamente y tanteé la pared en busca de alguna ventana que me permitiese mirar por vez primera el cielo y esa luna y esas estrellas sobre las que había leído. Pero ambas manos me decepcionaron, ya que todo cuanto hallé fueron amplias estanterías de mármol cubiertas de aborrecibles cajas oblongas de inquietante dimensión. Más reflexionaba y más me preguntaba qué extraños secretos podía albergar aquel alto recinto construido a tan inmensa distancia del castillo subyacente. De pronto mis manos tropezaron inesperadamente con el marco de una puerta, del cual colgaba una plancha de piedra de superficie rugosa a causa de las extrañas incisiones que la cubrían. La puerta estaba cerrada, pero haciendo un supremo esfuerzo superé todos los obstáculos y la abrí hacia adentro. Hecho esto, me invadió el éxtasis más puro jamás conocido; a través de una ornamentada verja de hierro, y en el extremo de una corta escalinata de piedra que ascendía desde la puerta recién descubierta, brillando plácidamente en todo su esplendor estaba la luna llena, a la que nunca había visto antes, salvo en sueños y en vagas visiones que no me atrevía a llamar recuerdos.
Seguro ahora de que había alcanzado la cima del castillo, subí rápidamente los pocos peldaños que me separaban de la verja; pero en eso una nube tapó la luna haciéndome tropezar, y en la oscuridad tuve que avanzar con mayor lentitud. Estaba todavía muy oscuro cuando llegué a la verja, que hallé abierta tras un cuidadoso examen pero que no quise trasponer por temor a precipitarme desde la increíble altura que había alcanzado. Luego volvió a salir la luna.
De todos los impactos imaginables, ninguno tan demoníaco como el de lo insondable y grotescamente inconcebible. Nada de lo soportado antes podía compararse al terror de lo que ahora estaba viendo; de las extraordinarias maravillas que el espectáculo implicaba. El panorama en sí era tan simple como asombroso, ya que consistía meramente en esto: en lugar de una impresionante perspectiva de copas de árboles vistas desde una altura imponente, se extendía a mi alrededor, al mismo nivel de la verja, nada menos que la tierra firme, separada en compartimentos diversos por medio de lajas de mármol y columnas, y sombreada por una antigua iglesia de piedra cuyo devastado capitel brillaba fantasmagóricamente a la luz de la luna.
Medio inconsciente, abrí la verja y avancé bamboleándome por la senda de grava blanca que se extendía en dos direcciones. Por aturdida y caótica que estuviera mi mente, persistía en ella ese frenético anhelo de luz; ni siquiera el pasmoso descubrimiento de momentos antes podía detenerme. No sabía, ni me importaba, si mi experiencia era locura, enajenación o magia, pero estaba resuelto a ir en pos de luminosidad y alegría a toda costa. No sabía quién o qué era yo, ni cuáles podían ser mi ámbito y mis circunstancias; sin embargo, a medida que proseguía mi tambaleante marcha, se insinuaba en mí una especie de tímido recuerdo latente que hacía mi avance no del todo fortuito, sin rumbo fijo por campo abierto; unas veces sin perder de vista el camino, otras abandonándolo para internarme, lleno de curiosidad, por praderas en las que sólo alguna ruina ocasional revelaba la presencia, en tiempos remotos, de una senda olvidada. En un momento dado tuve que cruzar a nado un rápido río cuyos restos de mampostería agrietada y mohosa hablaban de un puente mucho tiempo atrás desaparecido.
Habían transcurrido más de dos horas cuando llegué a lo que aparentemente era mi meta: un venerable castillo cubierto de hiedras, enclavado en un gran parque de espesa arboleda, de alucinante familiaridad para mí, y sin embargo lleno de intrigantes novedades. Vi que el foso había sido rellenado y que varias de las torres que yo bien conocía estaban demolidas, al mismo tiempo que se erguían nuevas alas que confundían al espectador. Pero lo que observé con el máximo interés y deleite fueron las ventanas abiertas, inundadas de esplendorosa claridad y que enviaban al exterior ecos de la más alegre de las francachelas. Adelantándome hacia una de ellas, miré al interior y vi un grupo de personas extrañamente vestidas, que departían entre sí con gran jarana. Como jamás había oído la voz humana, apenas sí podía adivinar vagamente lo que decían. Algunas caras tenían expresiones que despertaban en mí remotísimos recuerdos; otras me eran absolutamente ajenas.
Salté por la ventana y me introduje en la habitación, brillantemente iluminada, a la vez que mi mente saltaba del único instante de esperanza al más negro de los desalientos. La pesadilla no tardó en venir, ya que, no bien entré, se produjo una de las más aterradoras reacciones que hubiera podido concebir. No había terminado de cruzar el umbral cuando cundió entre todos los presentes un inesperado y súbito pavor, de horrible intensidad, que distorsionaba los rostros y arrancaba de todas las gargantas los chillidos más espantosos. El desbande fue general, y en medio del griterío y del pánico varios sufrieron desmayos, siendo arrastrados por los que huían enloquecidos. Muchos se taparon los ojos con las manos y corrían a ciegas llevándose todo por delante, derribando los muebles y dándose contra las paredes en su desesperado intento de ganar alguna de las numerosas puertas.
Solo y aturdido en el brillante recinto, escuchando los ecos cada vez más apagados de aquellos espeluznantes gritos, comencé a temblar pensando qué podía ser aquello que me acechaba sin que yo lo viera. A primera vista el lugar parecía vacío, pero cuando me dirigí a una de las alcobas creí detectar una presencia... un amago de movimiento del otro lado del arco dorado que conducía a otra habitación, similar a la primera. A medida que me aproximaba a la arcada comencé a percibir la presencia con más nitidez; y luego, con el primero y último sonido que jamás emití -un aullido horrendo que me repugnó casi tanto como su morbosa causa-, contemplé en toda su horrible intensidad el inconcebible, indescriptible, inenarrable monstruo que, por obra de su mera aparición, había convertido una alegre reunión en una horda de delirantes fugitivos.
No puedo siquiera decir aproximadamente a qué se parecía, pues era un compuesto de todo lo que es impuro, pavoroso, indeseado, anormal y detestable. Era una fantasmagórica sombra de podredumbre, decrepitud y desolación; la pútrida y viscosa imagen de lo dañino; la atroz desnudez de algo que la tierra misericordiosa debería ocultar por siempre jamás. Dios sabe que no era de este mundo -o al menos había dejado de serlo-, y, sin embargo, con enorme horror de mi parte, pude ver en sus rasgos carcomidos, con huesos que se entreveían, una repulsiva y lejana reminiscencia de formas humanas; y en sus enmohecidas y destrozadas ropas, una indecible cualidad que me estremecía más aún.
Estaba casi paralizado, pero no tanto como para no hacer un débil esfuerzo hacia la salvación: un tropezón hacia atrás que no pudo romper el hechizo en que me tenía apresado el monstruo sin voz y sin nombre. Mis ojos, embrujados por aquellos asqueantes ojos vítreos que los miraba fijamente, se negaban a cerrarse, si bien el terrible objeto, tras el primer impacto, se veía ahora más confuso. Traté de levantar la mano y disipar la visión, pero estaba tan anonadado que el brazo no respondió por entero a mi voluntad. Sin embargo, el intento fue suficiente como para alterar mi equilibrio y, bamboleándome, di unos pasos hacia adelante para no caer. Al hacerlo adquirí de pronto la angustiosa noción de la proximidad de la cosa, cuya inmunda respiración tenía casi la impresión de oír. Poco menos que enloquecido, pude no obstante adelantar una mano para detener a la fétida imagen, que se acercaba más y más, cuando de pronto mis dedos tocaron la extremidad putrefacta que el monstruo extendía por debajo del arco dorado.
No chillé, pero todos los satánicos vampiros que cabalgan en el viento de la noche lo hicieron por mí, a la vez que dejaron caer en mi mente una avalancha de anonadantes recuerdos.
Supe en ese mismo instante todo lo ocurrido; recordé hasta más allá del terrorífico castillo y sus árboles; reconocí el edificio en el cual me hallaba; reconocí, lo más terrible, la impía abominación que se erguía ante mí, mirándome de soslayo mientras apartaba de los suyos mis dedos manchados.
Pero en el cosmos existe el bálsamo además de la amargura, y ese bálsamo es el olvido. En el supremo horror de ese instante olvidé lo que me había espantado y el estallido del recuerdo se desvaneció en un caos de reiteradas imágenes. Como entre sueños, salí de aquel edificio fantasmal y execrado y eché a correr rauda y silenciosamente a la luz de la luna. Cuando retorné al mausoleo de mármol y descendí los peldaños, encontré que no podía mover la trampa de piedra; pero no lo lamenté, ya que había llegado a odiar el viejo castillo y sus árboles. Ahora cabalgo junto a los fantasmas, burlones y cordiales, al viento de la noche, y durante el día juego entre las catacumbas de Nefre-Ka, en el recóndito y desconocido valle de Hadoth, a orillas del Nilo. Sé que la luz no es para mí, salvo la luz de la luna sobre las tumbas de roca de Neb, como tampoco es para mí la alegría, salvo las innominadas fiestas de Nitokris bajo la Gran Pirámide; y, sin embargo, en mi nueva y salvaje libertad agradezco casi la amargura de la alienación.
Pues aunque el olvido me ha dado la calma, no por eso ignoro que soy un extranjero; un extraño a este siglo y a todos los que aún son hombres. Esto es lo que supe desde que extendí mis dedos hacia esa cosa abominable surgida en aquel gran marco dorado; desde que extendí mis dedos y toqué la fría e inexorable superficie del pulido espejo.
FIN